Curioso post rescatado de las paginas de geocities.
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Entre todos los esoterismos, hay uno menos odioso que los demás, y es aquél que en vez de apelar a iluminaciones y arrebatos apela, lisa y llanamente, al hecho experimental. Dicen los escrutadores de este arte que aquí no hay posibilidad de confusión: si el practicante esta equivocado, no conseguirá la piedra. Y el propio camino esta plagado de verificaciones particulares, experimentos que muestran la habilidad e inteligencia adquirida en el proceso de conocer la naturaleza.
Ello no quita para que pasando el tiempo se produzca el mismo fenómeno de ocultación y degeneración que otras ciencias antiguas, como las matemáticas, la astronomía o la mecánica, han sufrido. Los sucesivos fracasos en conseguir los efectos de la piedra filosofal ya llevaron, en pasados siglos, a un incremento del juego alegórico seguida de un intento de proclamar la falsedad de cualquier lectura directa y un sentido oculto de iluminación interior («la piedra eres tú») con el que había que aproximarse a leer los textos alquimistas, despojados de todo laboratorio real, alejados del peligro de fuego, barro y vidrio. Peligro, sí, sobre todo para el ocultista, que puede verse arrebatado de toda su fe ante la evidencia de lo que pasa delante suyo en la retorta. Así que mejor era apartarlos de los experimentos, y en eso se estaba si no llega a ser por una afortunada coincidencia a principios de siglo en París.
Imagínense ustedes la sorpresa de un grupo de aficionados de lo oculto al empezar a oírse en los cafeses rumores sobre el trabajo de un joven matrimonio, ahí mismo entre Notre Dame y el Pantheon, que buscaban nuevos elementos de la materia y dejaban la puerta abierta al viejo fantasma, la transmutación. La sorpresa iría en aumento al filtrarse noticias de los métodos de trabajo, de que estaban trayendo toneladas de material de la vieja mina de Georg Agrícola, el primer mineralogista, de que estaban filtrando y filtrando repetidas veces, usando separación con mercurio y todos los métodos clásicos de los libros, que al parecer no eran simples metáforas de un proceso de iluminación. Puede que los Curie y los Fulcanelli no se cruzaran sino al azar en los jardines de Luxemburgo o incluso al pie de Nuestra Señora, y quizás nunca se hablaron, pero las noticias de la prensa eran suficientes. Para cuando el comité Nobel proclamaba a los primeros como herederos de la vieja alquimia los segundos ya habían apostado por reconstruir los hornos y volver a mancharse las manos de carbón. Los resultados de unos y otros aparecerían en publicación durante los años veinte. El de los Curie lo escribiría su hija, y se titulaba «Prueba experimental de la transmutación de los elementos». Los de los Fulcanelli se titularían «El misterio de las Catedrales» y «Las moradas de los filósofos».
Poco importa que estos últimos libros fueran un laberinto de acertijos en el que es imposible determinar con certeza que experiencias se hicieron y cuales eran los materiales, proporciones y tiempos. Tal es la naturaleza de los esotéricos, una dificultad de puesta en común que los hace más propensos al error que en la ciencia exotérica común. Al menos pusieron el dedo en la llaga, en la cuestión experimental, y como mínimo han aplazado un buen puñado de decenios la degeneración definitiva de su ciencia.
A grandes rasgos, la alquimia clásica fue el estudio del procesado fisico-químico de las sustancias naturales, sobre todo aquellas de origen mineral, las que ahora irían desde la metalurgia a la gemología. Los primeros alquimistas se plantearon la cuestión del origen de los metales, y postularon que se debía a un proceso de maduración que ocurría muy lentamente en el interior de la tierra. Con el tiempo se plantearían la posibilidad de acelerar ese proceso, que culminaba en el oro, noble y muy denso. Tal aceleración tenia su utilidad practica pues evitaba recurrir a métodos burdos como el recubrimiento o las aleaciones sustitutorias, técnicas estas practicadas desde tiempos antiguos, como la anécdota de la corona de Arquímedes nos muestra. Cuando Geber estableció la posibilidad de descomponer y recomponer el Cinabrio en sus dos constituyentes elementales, mercurio y azufre, se teorizó si todos los minerales tenían una composición similar, diferenciándose solo en niveles de impureza y maduración. Por cierto que esta experiencia es relativamente fácil de realizar en España, donde los manuscritos Árabes comenzarían a traducirse al latín y lenguas europeas, y donde aún se extrae la mitad de la producción mundial de este mineral. De cualquier manera, la traducción de las técnicas arabes se expandió rápidamente por toda Europa, generando un fuerte interés tanto por la parte científica, de trabajo de la estructura de la materia, como por evidentes aplicaciones practicas. Sin descontar, claro, los tradicionales timos que aún hoy vemos operar, asociados a la venta de algún conocimiento oculto. ¡Cuantos años han pasado desde que el Siracusano clamara que no había autopistas para llegar al campo de la ciencia, y aún hay quién cree que basta con pagar un peaje!
Pero sigamos la historia: el manejo dual es bastante útil como guía de pensamiento en química (ácido/base, reducción/oxidación, etc.) y no hubo motivo ni evidencia para descartar el modelo «Mercurio/Azufre» durante mucho tiempo, aunque fue «mejorado» por Paracelso añadiendo para su ciencia médica un tercer elemento, la Sal, por cierto en la misma época en el que el modelo planetario se «mejoraba» con más círculos para explicar las trayectorias. La búsqueda de la Piedra Filosofal, distinguida de las obras prácticas que nos iban dando nitratos, ácidos y demás química moderna, la Gran Obra, en suma, no se abandonó sino que corrieron rumores de tal o cual investigador habiendo encontrado el catalizador soñado. Algunos de ellos provenían de gente de razonamiento más o menos fiable, por ejemplo Van Helmont –recordado popularmente por acuñar la palabra «gas» y por probar que una planta no se alimenta sustancialmente de tierra-. Nunca sabremos siquiera si alguna de esas casualidades eran cierta, pues ya habían comenzado, a finales del XVI, la explotación de las minas de cobre, plata y uranio alemanas, estudiadas por el ya mencionado Georg Agrícola (cierto alquimista tomaría un siglo después ese nombre).
Si la alquimia hubiese sido una filosofía desligada de la materia, quizás ahora seria una religión pagana compitiendo fuertemente con las demás. Afortunadamente, como decimos, los operarios de las retortas adquirieron de ellas la honradez del labrador de la tierra y fueron pavimentándonos el camino hacia las ciencias quimicofísicas. Poco a poco el estudio de los gases y de las proporciones de reacción llevo a resucitar la teoría atómica. El estudio de la bioelectricidad llevo rápidamente a la electricidad química y de ahí, a través de la electrólisis, a una descomposición más detallada de la materia en elementos, que finalmente arrinconaría el modelo dual alquímico. Los exoteristas tomaron el relevo y la alquimia fue a tomarse su descanso.
¿Pero, que ocurrió con la dichosa transmutación? El mismo invento que sirvió para derribar la teoría mercúrica, fíjense, acabó siendo la herramienta para los particulares buscados. Pues en acabando el XIX Becquerel encontró que algunos minerales impresionaban las películas fotográficas, y esa radiación se encontró que en parte estaba cargada eléctricamente, y que se podía crear y lanzar a voluntad contra otros materiales, y así Rutherford encontró los núcleos de los átomos y luego, bombardeando con radiación unas laminillas de aluminio, fue como se consiguieron las primeras transmutaciones de elementos, a cargo de la ya nombrada segunda generación de los Curie.
¿La Piedra? No, no se ha encontrado ese catalizador soñado, que congela el mercurio en oro al solo contacto. El problema es que tal reacción no es suficientemente exotérmica. Si consultáis las tablas, veréis que Hg 201 tiene una masa ligeramente mayor que la suma de Pt 197 y una partícula alpha, pero la radiación alfa necesita al menos de tres o cuatro MeV de energía para escapar del núcleo. El resto es fácil, porque Pt 197 cuaja en Au 197 en menos de un día, emitiendo radiación beta. Puede que recordéis la turbamulta que se monto en 1989 con el asunto de las reacciones nucleares a baja energía que dijeron haber descubierto Fleischman y Pons, e incluso llamaron «fusión fría». Uno de los escándalos de aquella época ocurrió en College Station, la universidad Agricultural y Metalurgica de Texas, donde un viejo profesor se atrevió a traer a uno de esos pseudoalquimistas ambulantes que todas las épocas han tenido y ejecutar una receta de quemado de mercurio con pólvora, y dijeron haber detectado la beta nombrada. A fecha del 2001, ahí tenemos el ultimo capitulo de la peligrosa aventura de introducir el experimento en la casa de los místicos.
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